La alquimia del analfabetismo
- Adair Cotes
- 18 ene
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 ene

El silencio aquí no es solo ausencia de sonido: pesa, es extraño y denso. Se desliza como el viento que acumula la arena de las Dunas de Taroa en el extremo norte de Suramérica, donde el mar y la tierra se encuentran y el horizonte no tiene fin. Todo es lento, antiguo y desgastado. Ese silencio no es casual ni sereno: duele.
No es el silencio de la falta de agua, aunque falta. Ni el de la pobreza, aunque está. Es más profundo: más cruel. Es el silencio analfabetismo en todas sus formas.
El analfabetismo funcional encierra a las personas en un limbo: leen, pero no comprenden. Luego está el absoluto: leer o escribir algo sencillo resulta imposible. A ese silencio se suman otros: el cultural, que margina de las dinámicas sociales.
Y, en medio de todo, surgen el analfabetismo tecnológico, que excluye a quienes no dominan las herramientas digitales; y el moral, que perpetúa la indiferencia hacia las desigualdades, dejando a muchos fuera del desarrollo.
Pero hay un mal más corrosivo: el analfabetismo político, que ahoga el interés, el conocimiento y la participación. Quienes lo sufren no entienden que el precio del pan o el acceso a medicamentos dependen de decisiones políticas. Su apatía permite que la corrupción prospere y que el poder quede en manos de quienes desprecian el bienestar colectivo.
Este silencio tiene un autor, tiene un rostro: la clase política. Aquí, donde todo parece congelado y siempre insuficiente, no entender no solo duele: también resulta útil. El analfabetismo no es solo una tragedia educativa, es una estrategia política. Porque quien no comprende no reclama, quien no reclama, no incómoda y quien no incómoda no existe. Es una ausencia de conocimiento sostenida por un sistema que se resiste a resolver el problema, porque hacerlo implicaría redistribuir el poder.
Redistribuirlo equivaldría a cederlo. En este lugar de arenas infinitas y promesas rotas, muchos prefieren que quienes sufren este silencio no existan: es más fácil, más cómodo y más rentable.
Así, el silencio crece: no solo en las formaciones de arena de las Dunas de Taroa, sino también en las escuelas que fracasan en garantizar el derecho a la educación; el de las bibliotecas olvidadas, cubiertas de polvo, ignoradas por quienes prefieren no reconocer el derecho a la cultura; en los niños, jóvenes y adultos con dificultades de aprendizaje que nadie escucha; el de las mujeres que estampan su huella en los documentos oficiales porque no saben leer ni escribir; el de quienes, sin saber que tienen derechos, se conforman con nada.
Abordar esta realidad no es solo construir escuelas o reabrir bibliotecas: es devolver a la educación y a la cultura el lugar que se les ha negado durante décadas. Es convertir las bibliotecas en espacios vivos y llenos de esperanza. Es formar maestros y bibliotecólogos apasionados, llevar internet, impulsar talleres y garantizar la soberanía alimentaria a través de la educación.
Las bibliotecas, en todas sus formas, pueden ser centros de encuentro y gestoras de soluciones para La Guajira. Aquí, el sol quema con brutal indiferencia. Niños y jóvenes corren descalzos, con las manos vacías. Una biblioteca cerrada yace atrapada en un silencio eterno. Los libros están allí, olvidados, cubiertos de polvo, como si fuera su segunda piel.
Ese silencio, tan conveniente para el poder, podría transformarse en una ruptura profunda. Como la de Gregorio Samsa en La Metamorfosis de Kafka: lo que antes era sumisión se convierte en revelación. Lo oculto, de pronto, es imposible de ignorar.
El problema no es solo leer o escribir: es entender.
Entenderlo todo —todo, de verdad— podría cambiarlo todo.
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